Panglós sería decapitado muy poco tiempo después de su desproporcionada y final declaración de optimismo a la manera de Leibniz, tras ser ahorcado, disecado, molido a palos y enviado a remar en galeras. Todo el mundo creyó, por esa condición hasta ese momento indestructible, que siempre se salvaría de cualquier atentado de la vida. Pero alguien lo aguardó entre las sombras de la tarde, a la hora donde sólo la cimitarra brilla como la primera estrella. No por ser optimista, precisamente, le librarían de la cabeza y sus dolores sino por creer, aceptar y predicar, casi como un clérigo laico, que lo que existe es lo mejor que puede existir y que no hay otra posibilidad ¡Siempre hay alguien que quiere contradecir los postulados del optimismo! Pero ¡qué importaba! ya había perdido la cabeza mucho antes de que esta hubiese saltado de su cuello, creyendo que tan sólo era una momentánea caída de la que se recuperaría en un salto. Mas sus manos no le obedecerían para incorporarse y escribir otra historia, si se le hubiese ocurrido alguna vez escribir. Ni siquiera su boca se atrevería a decir alguna otra sentencia.
Ni siquiera sus ojos se cerraron, quedando como dos puntos suspensivos… extraños, angustiantes… Si Panglós hubiera sido optimista, verdaderamente optimista, habría corrido sin asomo de vergüenza a la menor señal de peligro. Pues sabría que las señales de la intuición suelen ser el único optimismo posible. Y también que éstas a veces pueden salvar de lo casi inevitable a quien las observe o las escuche. Por fortuna, Panglós no supo nada de ello. Así que, momentáneamente, esta cándida continuación de su historia nos divierte morbosamente en su triste optimismo.
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